Desde que despertó
nuevamente la fiebre por Luis Miguel, no puedo parar de oírlo. Parece que
regresé a la adolescencia, pero, en realidad, la ciencia explica qué es lo que
me pasa.
Necesito sus boleros. Los
pongo a todo volumen mientras me baño. Los canto en la cabeza cuando camino por
la calle. Pienso en ellos después de un día largo y estresante. Desde que
Netflix empezó a transmitir la serie basada en la vida de Luis Miguel, el cantante
mexicano conocido como ‘El sol de México’, me la paso tarareando “La puerta se
cerró detrás de ti y nunca más volviste a aparecer, dejaste abandonada la
ilusión que había en mi corazón por ti….”. Estoy embarazada y creo que el
niño va nacer romántico y cursi por mi culpa. Pero es que no puedo parar
Esta nueva obsesión me ha
hecho pensar por qué hay días, semanas y hasta meses en los que nos volvemos
adictos a una canción o a un artista. Porque a cualquiera al que le guste la
música le ha pasado. Le damos ‘play’ sin que nos estorbe la repetición, sin que
nos aburra, sin que nos dé pereza. ¿Por qué?
El profesor de música
Peter Vurst le explicó a Noisey que la música afecta los centros de
recompensa de nuestros cerebros. Cuando oímos algo que nos gusta, tenemos un
subidón de dopamina tan placentero que nos sentimos tentados a repetir la
experiencia hasta la muerte. “Las personas a las que se les eriza la piel
cuando oyen ciertas canciones tienen un aumento de dopamina, un neurotransmisor
que es equivalente a una droga natural producida por el cerebro –explica
Vurst–. Hay, no obstante, personas que no sienten absolutamente nada con la
música. Se ha documentado que en ellas una canción no genera ninguna actividad
en los centros de placer en ninguna medida”.
Así que todo depende de la persona.
Pero si uno tiene un mínimo interés por la música, esta puede actuar en el
cuerpo como cualquier otra adicción: a la comida, al trago, a las drogas…
La música despierta la nostalgia

Yo crecí con Luis Miguel. Mi papá
ponía sus discos mientras almorzábamos y los sábados en la tarde veíamos vídeos
de sus conciertos. Recuerdo que todos lo observábamos hipnotizados: no solo era
un rockstar guapísimo que llenaba su boca de palabras amorosas, sino que era
talentoso y entregado. “Si Luis Miguel no controla ese vozarrón, se le va a
acabar pronto”, decía mi abuela anonadada ante el desgaste del artista en el
escenario.
Así que oír a Luis Miguel es recordar
a mi papá, a mi mamá, a mi abuela y a mi hermano. Es revivir los fines de
semana en familia. Es despertar la adolescente que hay en mí, dada a la
melancolía y a disfrutar las historias de amor apasionadas y dramáticas.
Algunas canciones, según Pablo Ortiz –profesor de
composición musical en la Universidad de California–, nos pueden conectar
intensamente con el pasado. “Cada vez que oyes esa canción que escuchabas a los
15, la sensación que experimentabas en ese momento viene de regreso intacta –le
cuenta el Huffington Post–. El sonido es
suficientemente abstracto para ir directo a la zona de tu cerebro encargada de
los sentimientos".
De esta manera, la música se
convierte en una máquina del tiempo que permite que revivamos sensaciones y
sentimientos placenteros que están en el pasado y que nos encantaría
experimentar de nuevo.
La música puede ser enviciadora por estrategia
Los compositores tienen algo de
científicos, porque han logrado descifrar qué necesita una canción para ser
exitosa, para que queramos oírla en una emisora, justo después de haberla oído
en otra. Tienen trucos que juegan con nuestro cerebro: aumentan el número de
instrumentos cuando llegan al coro, suben el volumen en el momento de mayor
intensidad, recurren a palabras que funcionan como ganchos en momentos
estratégicos. Una canción pegajosa es fácil de seguir y cantar, y tiene la
capacidad de llevarnos alto, soltarnos y recogernos justo cuando estamos a
punto de golpearnos con el suelo.
Al oír una canción que te eleva, que
es familiar y coherente (pasa de un sonido a otro que te esperas) querrás que
nunca deje sonar.